Los efectos de la cultura del mínimo esfuerzo
Publicado el 24-10-2009 , por Ignacio de la Rica en EXPANSIÖN
Por tercera vez en este siglo, el MBA del IESE ha sido designado como el mejor del mundo por delante del suizo IMD, todos los americanos y más de un centenar de prestigiosas instituciones.
Tras preguntar a más de 150.000 estudiantes a lo largo de 21 años, The Economist evalúa los programas de dirección de empresas según la experiencia académica de la institución, las perspectivas profesionales que abren a los estudiantes y el desarrollo personal, el incremento de ingresos y la red de contactos que les proporcionan.
He hecho muchos ránkings en mi vida; por eso puedo afirmar que por mucha apariencia objetiva que tengan estas clasificaciones, siempre se enfocan desde un punto de vista. Y como abundan los puntos de vista yo no sería demasiado rotundo afirmando que el MBA del IESE sea mejor que el del IMD, pero sí al felicitar al IESE por mantenerse año tras año en la pomada mundial.
Traigo este asunto no porque, como antiguo alumno, me haga sentir orgullo, sino porque me resulta inaudito que una institución educativa española sea destacada como la mejor del mundo por una revista de prestigio como The Economist ( “de prestigio” quiere decir que no vende esos títulos). No cabe esperar que de nuestro sistema educativo surja nada que sea lo mejor del mundo, salvo que en realidad esté fuera de nuestro sistema educativo.
De hecho, el IESE, desde que nació en 1958, se propuso jugar en la liga mundial de las escuelas de negocios al margen del sistema educativo público. Tan es así, que el diploma made in spain con mayor reconocimiento internacional nunca ha tenido un título oficial ni nunca lo ha buscado.
Se podrían escribir varios libros analizando las claves del éxito del IESE. Seguro que ellos mismos han hecho más de un caso con su propia historia. Pero, desde mi perspectiva, ese éxito tiene mucho que ver con su decisión de mantenerse en el ámbito privado buscando en la sociedad civil la financiación de una actividad que requiere mucho dinero para ser competitiva en el mundo.
Esa independencia del dinero público les ha permitido también desarrollar con total libertad su sistema educativo, sus programas académicos y sus valores.
En ese sentido, el IESE, como algunas otras pocas instituciones similares, son un magnífico ejemplo para los centros educativos de cualquier tipo y nivel que, de verdad, aspiren a educar con libertad.
Mi experiencia personal también me lleva a pensar que el éxito del MBA del IESE no hubiera sido el mismo sin las barreras de entrada que impone a sus estudiantes, tanto en las cualidades personales como en el curriculum, pero, sobre todo, con la constante exigencia de acreditar un interés enorme por la formación y el título.
Esa es la gran diferencia con el resto de la fauna educativa española. El IESE exige esfuerzos a sus estudiantes, desde el intelectual hasta un estresante desgaste personal pasando por una montaña de euros que, por cierto, facilita a quien no los tiene concertando créditos blandos con entidades financieras.
El IESE es una rara avis porque todos los elementos de nuestro sistema educativo, incluyendo los colegios y universidades privadas que dependen del dinero público, idolatran la cultura del mínimo esfuerzo, que se ha convertido en la piedra filosofal para “socializar” jóvenes y producir ciudadanos clónicos en pautas, modas, costumbres y valores.
Pero encarar la vida con el mínimo esfuerzo es una fuente inagotable de frustraciones personales y, también, la causa de ese innombrable fracaso colectivo que padecemos como país, ese que consigue que una buena parte de España no quiere ser española, media España se desmarque de la otra y toda entera prefiera ser Europa.
La cultura del mínimo esfuerzo que expande el sistema educativo está en la raíz de la crisis que padecemos, que viene de lejos y va más allá que las recientes dificultades económicas.
Acudir como moscas a especular en los mercados financieros para ganar dinero fácil es una consecuencia lógica de la cultura del mínimo esfuerzo, igual que la proliferación de los pelotazos inmobiliarios al amparo de concejales corruptos. Lo mismo que sostener castillos en el aire a base de deudas impagables, públicas o privadas.
La cultura del mínimo esfuerzo tiene mucho que ver también con que cualquier intento de incrementar la productividad acabe en un conflicto social, o con que la mayoría de los universitarios prefieran empleos blindados por oposición, por convenio o por ley que emprender aventuras empresariales, o con que mantengamos ineficaces sistemas de protección sin coste (esfuerzo) para el protegido o que nuestros profesionales destaquen siempre por su simpatía y jovialidad pero no por su capacitación.
Es un aburrimiento pero hay que dar todavía muchas vueltas a esta crisis. Es demasiado profunda. La sociedad civil no se puede fiar de la capacidad ni de las decisiones de los políticos porque se equivocan en el diagnóstico, no tienen arrestos para tomar decisiones valientes y siempre les domina la visión cortoplacista. Son un ingrediente más del problema.
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