TRABAJO Y FAMILIA, ¿MANCUERNA POSIBLE?
Tener hijos se percibe hoy socialmente como complicarse la vida, dejar de pasárselo bien, estar continuamente al borde del drama y la tragedia, en definitiva, un modo absurdo de perder la libertad.
Este modelo de familia victimazada es falso y se alza sobre una mentira gigantesca: la de quienes dicen haber encontrado la felicidad en el individualismo radical. Una de las claves de este contrasentido está en que la educación familiar está montada sobre un erróneo modelo antropológico.
La única verdad de ese modelo victimista es que los padres que tienen hijos precisan más tiempo y que van más cargados de trabajo que quienes no los tienen. Esto da cierta verosimilitud y ayuda a sostener el eslogan, pero si se analiza en detalle, lo que se concluye es una abierta falsedad.
Es cierto que la maternidad y la paternidad entrañan una pesada carga de responsabilidad y sacrificio, pero también -y esto se omite sistemáticamente en el discurso individualista-, de alegría, gozo y felicidad; de experimentarse rodeado de los nuevos valores que comporta la paternidad; de recrearse en un ser que procede del propio y que, no obstante su pequeñez y desvalimiento, es una persona y está dotado de libertad.
Mirar a los ojos de un hijo -a las personas hay que mirarlas a los ojos- y comprobar la luz que titila en sus inocentes pupilas, todavía no mancilladas por la mentira y la corrupción, ¿eso hace sufrir a los padres? ¿Y los que no tienen ningún ojo filial al que contemplar? Contemplar la mirada inocente, ingenua, creativa, confiada, alegre y estimulante de un niño, ¿también les hace sufrir mucho? Observar cómo el pequeño de siete años habla con orgullo de su padre mientras discute o juega con sus compañeros, ¿le hace sufrir de forma horrorosa a su padre?
Todo esto y mucho más se pierden muchas parejas, gracias a ese modelo victimista de la familia. La felicidad de la pareja no consiste sólo en el placer, ha de estar abierta a alguien que la trascienda, y en el matrimonio ese alguien es el hijo.
¿Qué fin espera a las parejas que, acaso por miedo al sacrificio, optaron por no tener descendencia? A algunas la soledad. Una soledad que crece en la misma medida en que decrecen las expectativas de la vida humana. Son muchas, también hoy, las personas mayores que mueren solas, probablemente porque se asustaron ante el sacrificio que suponía tener hijos. ¿Acaso estas lamentables situaciones no implican también buena parte de sacrificio, amargura, desvalimiento, soledad...? ¿Por qué no se habla de ellas?
EL TRABAJO EN LA RAÍZ DE LOS DIVORCIOS
La situación del hombre, la mujer, la familia y el trabajo al inicio de este nuevo siglo no se explica sin apelar a ciertos antecedentes. La revolución biológica que a partir de 1960 introduce en el mundo el uso de los contraceptivos es, en mi opinión, uno de los hechos históricos más relevantes del siglo XX.
Por primera vez en la historia, la mujer pudo controlar voluntaria y rigurosamente su fecundidad. Sin ello, su incorporación al trabajo y muchas otras consecuencias como la revolución profesional, laboral, la concepción social de la feminidad y el planteamiento de un conflicto entre familia y trabajo, hubiera sido imposible.
Como terapeuta de familia, veo que el cáncer por donde se desangran hoy muchas sociedades es la separación y el divorcio, y que muchos conflictos conyugales hunden sus raíces en el difícil reto de conciliar trabajo y familia. Por supuesto, las lamentables rupturas se explican por diferentes motivos, pero el conflicto entre familia y trabajo está muy presente, especialmente cuando el matrimonio dura menos de un año.
Podemos establecer cierto paralelismo en la forma en que desarrollan su trabajo los cónyuges y los gobernantes de Estado. El político puede orientar su trabajo a sólo permanecer en su escaño y sucederse a sí mismo, a favorecer y apoyar sólo a los de su partido o a servir al bien común de los ciudadanos. Esas intencionalidades pueden tener su representación analógica en el contexto de la familia.
El padre o la madre de familia pueden dirigir su trabajo a robustecer su Yo (realizarse, influir más en la sociedad, aumentar su popularidad e incrementar sus incentivos económicos), a amar su profesión por encima de todas las cosas (aumentar su prestigio, ampliar y hacer crecer su empresa, ser el primero de su especialidad), o dirigirse a amar por encima de todas las cosas el bien de su familia. Hay cierta similitud cuando comparamos las crisis conyugales de los políticos y las del ciudadano de a pie.
UN «YO» GIGANTE Y UN «TÚ» ENANO
En algunas parejas surge un «Yo gigante». Un crecimiento expansivo, a base de mucho trabajo del Yo de la persona -algo positivo de suyo-, pero a expensas de ninguna o muy poca dedicación a la familia, lo que resulta intolerable. Es frecuente que en personas con un «Yo» profesional gigantesco, su «Yo» familiar sea enano. Hay un desequilibrio, un desajuste en el modo como se desarrolla y proyecta la propia identidad en los diversos contextos.
Cuando uno de los cónyuges tiene un Yo gigante, casi siempre, el Tú del otro es enano. Donde hay un marido muy prestigioso, siempre ocupado, sin tiempo para nada, el Tú de la mujer con frecuencia es enano. Pero también pueden invertirse los términos y que sea ella la del Yo gigante -en el contexto profesional algunas lo tienen supergigante-, y es fácil encontrar en el marido un Tú enano.
El problema es que una situación así no favorece las condiciones necesarias para el encuentro entre el Yo y el Tú y, en consecuencia, no se genera un «Nosotros». Se da más bien el desencuentro. Desde mi experiencia como terapeuta familiar, puedo afirmar que el agigantamiento de cualquier Yo, aniquila el Tú, pulveriza el Nosotros, lleva al desencuentro y con frecuencia al rompimiento. Pero, no sólo se pulveriza el «Nosotros», sino que se olvida por completo al «otro», al «Vosotros» (los hijos).
En muchos casos, la imposibilidad para conciliar familia y trabajo reside en la desarticulación que se produce en el modo de identificar y usar medios y fines, en el ámbito personal. El fin de los esposos es la familia; el trabajo es un medio al servicio de la familia, que es el propio fin de los cónyuges.
Si los fines se transforman en medios, dejan de ser tales y acaban mediatizados. La actividad profesional pierde su sentido y deviene en una actividad sin propósito ni finalidad. Cuando una persona actúa sin ningún fin o por un fin equivocado, se dice que ha perdido el juicio. Cuando alguien hace de su trabajo su único fin, el trabajo deja de ser medio y se convierte en fin. Si los medios se vuelven fines, la vida humana pierde significado y valor, y se transforma en una vida mediatizada, manipulada y desvivida.
El trabajo de ambos cónyuges ha de subordinarse siempre a la familia. No hay paridad entre trabajo y familia. El motor del trabajo es la familia; pero el de la familia es el amor. El amor a la familia ha de ser superior, anterior y de un orden diverso al amor a la profesión.
Los errores en esa articulación entre familia y trabajo condicionan la emergencia de conflictos y rupturas conyugales. Importa menos fracasar en el trabajo -si la persona sigue siendo admirada y apoyada por su propia familia- que fracasar en la familia, porque el apoyo que encuentra en el trabajo no sustituye al de la vida familiar.
Una persona puede fracasar en su trabajo y más tarde superarlo, si triunfa en su vida familiar. Lo que no cabe es fracasar en la familia, dejar que se rompa, aunque sea a causa del triunfo profesional, porque una vez rota, se incrementa la probabilidad de fracasar también en el trabajo.
Y, en cualquier caso, ¿de qué le sirve triunfar profesionalmente si eso conlleva la destrucción de su familia? Por otra parte, en algunas rupturas familiares es casi imposible restañar las heridas y/o superar la fractura. Es más fácil rehacerse de un fracaso profesional que de una ruptura familiar.
DIFERENCIACIÓN CEREBRAL TEMPRANA
Hombre y mujer son iguales en cuanto que personas y con iguales derechos ante la ley, por ser idénticos destinatarios del respeto y dignidad de la persona. Pero un hecho diferencial los distingue y diversifica. Esta diversidad hunde sus raíces en la biología y se presenta como un hecho tozudo y casi imposible de modificar.
El pensamiento de que la condición sexuada se identifica con la mera genitalidad, es una opinión -además de reduccionista y simplificadora- incorrecta. Hecho diferencial y genitalidad no son sinónimos. La diversa genitalidad, como las diferencias morfológicas, hormonales o constitutivas del hombre y la mujer se originan en algo mucho más importante: su diferenciación sexual cerebral.
La diferenciación del cerebro del hombre y la mujer comienza en la gestación y depende de las hormonas que la placenta excreta en función del sexo del embrión, cuyo desarrollo cerebral dirigen. Mucho antes de nacer, en cualquier niño o niña, en cualquier mamífero superior, comienza una estructuración cerebral muy diferenciada, según el sexo.
Tal proceso de diferenciación cerebral sucede hasta el momento del parto. Se diría que el sistema hormonal de la madre (la placenta) dirige el crecimiento y desarrollo del embrión. Tras el parto cambian las «estructuras de poder», ahora pasan al sistema nervioso, a cuyo «mandato» se subordina el sistema hormonal y el funcionamiento de los demás órganos y aparatos.
El largo camino de diferenciación biológica entre hombre y mujer se prolongará luego en el entorno familiar, educativo y social, ámbitos que también colaboran a través de normas, usos y costumbres, menos dependientes de la biología y más subordinados a factores culturales.
Es difícil ofrecer una respuesta satisfactoria sobre el porqué de esta diferenciación de las personas según su sexo, aunque no parece programada para la confrontación, el desencuentro o la competitividad entre la masculinidad y la feminidad. Es cierto que algunos rasgos y características culturales atribuidas a cada sexo han estado mal fundamentadas y deben cambiar, pero eso no modifica en nada la diferenciación cerebral.
LA DIVERSIDAD ENRIQUECE
Un estudio atento y pormenorizado -y en lo posible exento de prejuicios y estereotipias- de las diferencias entre hombre y mujer pone de manifiesto que su finalidad no es otra que la complementariedad. Es decir, esas diferencias que se establecieron desde la biología, en una etapa muy temprana de la vida, se orientan a la ayuda mutua, al perfeccionamiento de ambos, a complementarse.
Pondré un sencillo ejemplo. Un hombre puede y debe conocerse a sí mismo a fin de conducir su vida en libertad. Ese conocimiento es difícil y siempre incompleto. De hecho, no se conoce nunca en la totalidad de su ser, aunque dedique mucho tiempo a estudiarse a sí mismo (condición no muy aconsejable a fin de no incurrir en el narcisismo o el aburrimiento). Nadie negará que el conocimiento personal es una tarea reservada a la intimidad e insustituible, nadie puede sustituirnos en el conocimiento propio.
Pues bien, ese conocimiento será muy incompleto si hombre y mujer no se encuentran o relacionan. Porque hay segmentos de la singular masculinidad o feminidad que sólo se desvelan en el encuentro con la persona del otro sexo (el conocimiento de sí mismo en y a través del otro). De no darse esa relación, las peculiaridades de uno y otra permanecerán sumergidas en la opacidad de la ignorancia que las vela. Por contra, si se relacionan, esos rasgos emergerán y aflorarán, desvelándose en la misma relación, lo que contribuirá a que cada persona se conozca mejor a sí misma y pueda conducirse sin demasiados errores a su propio destino.
He aquí una razón más para poner de manifiesto el derecho del niño al padre, a la madre y a la buena relación entre ellos. La psicología evolutiva ha probado hasta la saciedad que un niño o niña no se comportan de forma igual ante su padre o su madre, como tampoco éstos se relacionan igual con un hijo o hija (Vargas y Polaino-Lorente, 1996).
Estas diferencias -muy variadas en lo que se refiere, a imaginación, percepción, afectividad, orientación, memoria, etcétera- deberían fundamentar un equilibrado reparto de las diversas funciones de los padres en el hogar, para que la mujer que también trabaja fuera no tenga casi que duplicar el horario laboral de su marido.
Estas diferencias enriquecen a la mujer, al varón y al desarrollo de los hijos. Sería estúpido que alguno tratase de dejar de ser quién es para imitar al otro. La unidad, exigencia de la felicidad conyugal, no ha de confundirse con la identidad. Además de una utopía sería una opción errónea que confundiría todavía más. La unión sin confusión entre hombre y mujer exige aceptar las diferencias y respetar la identidad de cada uno/a. Cuando se respetan las diferencias, se hacen convergentes y optimizan el resultado del complejo y difícil trabajo familiar.
La igualdad en cuanto personas es compatible con la diversidad psicosexual. Algunas contradicciones de los diversos feminismos han radicado precisamente en el intento de desnaturalizar el heteromorfismo cerebral en el que se sustenta la diversidad personal.
Cuanto menos trate la mujer de imitar al varón, o viceversa, tanto más será ella misma, y mayor será su capacidad potencial de complementarse. Es inútil que quieran imitarse, constituye un imposible metafísico. El Yo no puede elegir para sí mismo otro Yo, distinto de sí mismo.
Ni imitación del otro ni simulación de sí mismo. Basta con la aportación natural -y, si es posible, por entero- de la persona que se es. De ello depende, entre otras cosas, el enriquecimiento sociocultural.
Cuanto más se profundiza en el propio ser, cuanto más se crece en sí mismo, más claras y diáfanas son las diferencias, y ese incremento de la diversidad los enriquece. Se diría que la eclosión de la diversidad emergente en el matrimonio corre pareja al enriquecimiento de la identidad personal. Por ello, es preciso llegar luego a un equilibrado reparto del poder y la toma de decisiones.
Lo ideal y natural es que cada persona se acepte a sí misma, trate de conocerse mejor y procure sacar lo mejor que lleva dentro. La diversidad atrae y enriquece; el igualitarismo isomórfico desmotiva y empobrece. Pero es preciso esforzarnos por acoger y tolerar la biodiversidad de que somos portadores, hasta el punto de aceptar al «otro» tal y como es, también en lo que se refiere a sus propias limitaciones.
FAMILIA Y TRABAJO, TAREA DE AMBOS
Conciliar familia y trabajo resulta hoy especialmente complejo. Todavía pervive el viejo modelo de pareja con el padre como proveedor o abastecedor económico que delega en la madre el resto de las funciones parentales -incluida la educación. Esto no es sostenible, pues como hemos demostrado en otro lugar (Vargas y Polaino-Lorente, 1996), desde que nacen, los hijos necesitan del apego de sus padres varones.
Los hijos precisan de la seguridad, unidad y protección que se atribuye a los padres varones, una relación estable y rica en afectos, comunicación y cuidados. Si no se satisfacen esas necesidades básicas durante los tres primeros años de vida, es muy posible que se afecte su desarrollo cognitivo, emocional y social.
La excesiva presencia del padre en el contexto laboral no justifica su ausencia del contexto familiar. No debiera haber padres «deslocalizados», si se me permite esta expresión del ámbito empresarial. Los mejores resultados en los hijos no se obtienen permaneciendo más horas fuera del hogar. La ausencia paterna del contexto familiar constituye una ruina de esta empresa humana fundamental que es la familia, puede hacer más daño psicológico a un hijo que su natural ausencia a causa de su fallecimiento.
En los padres ha de darse un mayor empeño por conciliar familia y trabajo. Es cierto que esa problemática conciliación está más presente hoy en el mundo de la mujer -dadas las responsabilidades que asume respecto de la crianza de los hijos-, a pesar de que ellas tratan de arbitrar las necesarias estrategias para alcanzarla. Por contra, muchos padres actuales todavía ni siquiera se plantean el problema (Polaino-Lorente, 2003 y 2004).
IGUALDAD DE RESPONSABILIDADES
El matrimonio es una estructura bicéfala, no una monarquía unipersonal. Las dos cabezas que se concitan en la familia pueden alternarse, suplirse, completarse, delegarse, sustituirse o implicarse simultánea o sucesivamente -según convenga- en la educación de los hijos.
La igualdad de oportunidades exige igualdad de responsabilidades, es decir, co-responsabilidad pero no igualitarismo; no se trata de un reparto igualitario de tareas familiares, con independencia de que se fundamenten o no en el heteromorfismo autoconstitutivo propio de cada uno. Sería muy conveniente que esas funciones se distribuyeran de acuerdo a lo que caracteriza a cada cual, aprovechando sus mejores rasgos y características, para que constituyan el menor peso y generen la mayor eficacia posible.
ANTE LA AUSENCIA DEL PADRE
Las aulas de la escuela constituyen observatorios emblemáticos donde se evidencian las consecuencias de estos retos. Muchos padres suponen que compete a la escuela o a la universidad educar a los hijos; que ellos ya hacen bastante con pagar los gastos que esa educación comporta. Esta es una verdad incompleta, media verdad que acaba siendo una completa falsedad.
Educar a los hijos es misión de ambos padres, un deber no delegable aunque sí son delegables aquellas funciones que requieren la profesionalidad de un experto. Pero ese experto ha de saber que los padres le han delegado esa función y que, en cierto modo, pueden pedirle cuentas.
No exagero mi preocupación sobre este particular, que se acuna en mi diaria actividad como profesor universitario. Estoy seguro de que muchos problemas de mis alumnos se deben a que carecieron del necesario contacto, afectivo y efectivo, con sus respectivos padres varones. Algunos jóvenes precisan psicoterapia para resolver su conflicto y superar los problemas suscitados por ese déficit de paternidad, pero los profesores no podemos actuar como terapeutas.
La madre, que también trabaja fuera de casa, suele convertirse en una superwoman, con consecuencias negativas para su salud psíquica y la educación de sus hijos. Esto pone de manifiesto que el problema de conciliar familia/trabajo, afecta al hombre, a la mujer y a las respectivas empresas, y todavía no está resuelto.
TIEMPO REAL PARA LOS HIJOS
Una pregunta ingenua: ¿Qué les queda a los hijos del trato con sus padres? No me refiero al ámbito económico, que no es comparable con lo que los hijos necesitan de sus padres. Además, en la mayoría de las familias, el patrimonio que hoy les puede quedar a los hijos es poco significativo. En eso no se puede fundamentar la identidad personal. Es posible que el padre haya trabajado horas extras para dejar algo a los hijos. No está mal, pero no es lo necesario, especialmente si esas horas se han detraído de la convivencia familiar.
¿Qué queda a los hijos, insisto, del trato con sus padres? Me refiero a lo que podemos llamar patrimonio vital, es decir, las vivencias que desde niño quedan marcadas en su corazón de persona y que no le abandonarán a lo largo de su vida. Recuerdos, experiencias de vida, correcciones, momentos relevantes, acaso alegría compartida estrechamente, costumbres, ratos de conversación en que la intimidad se pone a la entera disposición de los hijos, escenas sobre la educación en valores cristalizadas en las sensibles retinas de la infancia.
Estos y otros muchos y diversos detalles constituyen, en mi opinión, ese patrimonio vital. Me refiero, en definitiva, al estilo de vida singular y propio de cada familia, a cuyo través se articulan los trazos fuertes sobre los que se sostiene la cercana y continua convivencia entre padres e hijos.
Precisamente esas relaciones entre la madre y cada hijo, y el padre y cada uno de ellos, además entre el padre y la madre en presencia de ellos, son las que consolidan un tejido familiar robusto y bien implantado, que actúa o sirve de marco de referencias para que los hijos identifiquen las señas sobre las que asentar su identidad personal.
Para todo esto se necesita tiempo, una cierta duración de la convivencia familiar estrecha y compartida. ¿Cuántos años conviven padres e hijos? 25 o un poco más, pero ese periodo es muy corto, si lo contemplamos desde la perspectiva de todo lo que los padres han de dar y aceptar de sus hijos.
Para darnos cuenta basta preguntarnos: a lo largo de los años que convivimos con nuestros padres, ¿cuántas horas fueron significativas, relevantes, inolvidables?, ¿cuántas dejaron un poso inolvidable, una huella imborrable en nuestro modo de ser?
¿ACASO HAY ALGO MÁS APASIONANTE?
La vida es breve, el tiempo de exposición a los hijos escaso, y la muerte segura. No conviene vivir el tiempo familiar con rutina, cansancio y aburrimiento. ¿Acaso hay algo más novedoso y apasionante que educar a los hijos, que fortalecerles en lo que valen, que robustecer su propia seguridad, que animarles a sentirse orgullosos de ser como son y de proceder de los padres que tienen?
No se puede delegar el amor a un hijo. Es tan personal que no tiene clonación posible. Los fuertes brazos de un padre que aprieta a su hijo contra su pecho no son comparables a la suave caricia de la mano de su madre. Ninguno sustituye al otro, ni son delegables. Recuerde cada uno qué hubiera deseado cuando pequeño, piense en los gestos y conductas positivas de sus padres, por lo que está agradecido, y traten de hacer algo parecido con sus hijos.
Bastaría cerrar los ojos y recordar la propia historia para entregarse, divertirse y disfrutar más de sus hijos, mientras pueden hacerlo. Recuerden, por ejemplo, aquel paseo por la playa de la mano de su padre, hablando de cosas intrascendentes y amables, gozando sencillamente a la vez que sentían la ternura y fortaleza masculinas, su apoyo incondicional, la seguridad de su amor varonil. ¿Lo recuerdan? Ese es el contenido del patrimonio vital de que estamos hablando. Forma parte importante de la riqueza que dejan los padres a sus hijos. De ello depende que se sientan y conduzcan en su vida como personas seguras o inseguras.
No puede hacer esto ningún colegio, profesor o tutor, por motivado que esté y lo mucho que se entregue a formar a sus alumnos. Nadie cambia este pasar el «testigo» de una a otra generación.
Aunque se introduzcan muchos cambios de roles en la vida familiar, la presencia del padre y de la madre en estas relaciones continuará siendo una de las constantes, venturosamente inmodificables, para el bien de los hijos. Los padres cuentan con las disposiciones naturales para ello, pero les recuerdo que precisan tiempo, ese tiempo imprescindible, para esa parte de sus vidas tan necesaria para sus hijos como para su satisfacción personal.
En esta pelea por hacer una sociedad mejor, dedicar tiempo a la familia es una de las estrategias más importantes y eficaces. Si desean evaluarse a sí mismos sobre cómo va su familia, les aconsejo que tengan la paciencia, cada noche, de examinar cuántos minutos han hablado con cada hijo, sin entrar en temas de rendimiento escolar, orden en la casa, etcétera.
Se trata de hablar de ellos y de sus proyectos, de cómo se perciben, de qué piensan, de sus amigos, de sus pequeñas alegrías y dificultades, es decir, de los temas personales. Esta podría ser, en algunos casos, una rigurosa foto de cómo viven la paternidad y la maternidad y de cómo mejorarlas. Si un día descubren que apenas le han dedicado a un hijo tres minutos -y piensan que es insuficiente-, al día siguiente habrá que intentar dedicarle nueve minutos a él solo, aunque no sepan de dónde sacarlos.
Se ha dicho que la familia es el único lugar donde cada persona es querida por ella misma. Y es verdad, aunque para ello haya que disponer del tiempo necesario.
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